Devolver con la misma moneda o trascender?
En la vida diaria no es raro que nos veamos envueltos en circunstancias en las que alguien nos moleste sin que nosotros entendamos por qué. Incomodidad que a su vez, nos lleva a que devolvamos con la misma moneda o, peor aún, que nos paralicemos y ni siquiera podamos detener el impacto de la acción del otro. En esas situaciones, decidir la acción apropiada no es sencillo: hay que elegir entre atacar o dejar pasar, sufrir o trascender.
Sucede por ejemplo, que si el tono en que nos hablan nos parece duro, no encontramos la respuesta satisfactoria porque no sabemos si el otro está molesto y quiere atacar o, más bien, nosotros estamos sensibles y nos duele. Si por el contrario, observamos que alguien se acerca a nosotros con suavidad, nos asalta la duda de si se trata de un afecto sincero o de un engaño y, en consecuencia, no estamos seguros de cómo responder. En fin, como se dice popularmente, no podemos afirmar con certeza si las cosas son como son; o, más bien, son lo que a nosotros nos parece que sean. En este escenario, escoger el comportamiento adecuado se complica, pues nuestras tradiciones culturales nos invitan a pensar que, en estos asuntos, no podemos equivocarnos. Se nos pide justificar con una razón válida lo que hacemos frente a los demás. De otra forma, corremos el riesgo de perder prestigio social, aprecio y reconocimiento de los otros o, peor, nuestra propia autoestima. Así, es común que se acepte vivir de acuerdo con una regla de guerra: primero muerto que confeso. El resultado más frecuente de este comportamiento es que las personas evitan, a toda costa, reconocer sus errores y al contrario, se afirman en sus posiciones iniciales hasta las últimas consecuencias. En la consulta una pareja conversaba sobre su historia. Relataban que la relación se había ido llenando de discusiones interminables acerca del dinero, porque él no ahorraba y ella sí; de la educación de los niños, porque él era rígido y ella alcahueta; sobre la sexualidad, porque él era intenso y ella fría; y así, discutían y peleaban acaloradamente sobre todo. Cada uno explicaba razonablemente por qué veía en la actitud del otro una diferencia inaceptable, sin notar o declarar que cambiar sus ideas iniciales se consideraba un error o una claudicación. No se soportaban ya. Al preguntarles que cómo se explicaban esta situación, los dos, por primera vez de acuerdo, afirmaron: ‘porque somos diferentes’. Insistí, ‘todos somos diferentes’. Hubo un silencio y él contestó: ‘yo no voy a vivir como ella diga, yo tengo mis propias ideas’; ella, a su turno, complementó: ‘yo tampoco estoy de acuerdo con vivir como él, no voy a ceder, ni a humillarme, yo tengo mis razones’. Estaban dispuestos a terminar su matrimonio porque no concebían la posibilidad de hacer acuerdos. Creían que la única manera de vivir juntos era estar de acuerdo y, en simultáneo, que la única forma de conservar su autoestima era mantenerse en sus propias ideas. Dolorosamente, sus únicos acuerdos no les permitían construir los demás. Se sorprendieron al notar el origen de su conflicto y comenzaron la aventura de ensayar otras maneras de tratarse y de pensar. Poco a poco, encontraron apropiado ser comprensivos y tolerantes. También, pudieron entender lo que todos sabemos por experiencia propia: que la razón nunca alcanza para explicar una agresión; que la tristeza o el miedo alteran las percepciones; que cuando nos falta información lo más probable es que malinterpretemos al otro; y que, por si fuera poco, nuestras posiciones de género, clase o nacionalidad, crean diferentes maneras de ver el mundo. Qué conmovedor es notar que la necesidad de probar que nuestras ideas son verdaderas pueda traernos tanto dolor y alejarnos del amor. Casi sin notarlo, de manera defensiva y, por lo tanto irreflexiva, nos hemos vuelto implacables frente al que se equivoca o es diferente. No sobra anotar que en ocasiones el que es diferente, seguramente justificado en su historia, efectivamente busca agredirnos y desde luego no se acerca hasta los escenarios de una sesión de terapia para solucionar los conflictos. En esas circunstancias, nuestra red social y nuestra fuerza interior, son el apoyo que necesitamos para que la agresión recibida no se convierta en una cadena infinita de venganzas. Así, en la vida diaria, al vernos envueltos en circunstancias en las que alguien nos ataca, probablemente porque le despertamos miedo e inseguridad, nuestro amor propio será suficiente para detener el dolor que estas acciones provocan y decidir la acción apropiada, que no es otra distinta de evitar devolver con la misma moneda, trascender. Podemos estar seguros que al practicar el perdón y la tolerancia que esta acción requiere, sembramos los fundamentos de la convivencia pacífica que el planeta necesita.
Sucede por ejemplo, que si el tono en que nos hablan nos parece duro, no encontramos la respuesta satisfactoria porque no sabemos si el otro está molesto y quiere atacar o, más bien, nosotros estamos sensibles y nos duele. Si por el contrario, observamos que alguien se acerca a nosotros con suavidad, nos asalta la duda de si se trata de un afecto sincero o de un engaño y, en consecuencia, no estamos seguros de cómo responder. En fin, como se dice popularmente, no podemos afirmar con certeza si las cosas son como son; o, más bien, son lo que a nosotros nos parece que sean. En este escenario, escoger el comportamiento adecuado se complica, pues nuestras tradiciones culturales nos invitan a pensar que, en estos asuntos, no podemos equivocarnos. Se nos pide justificar con una razón válida lo que hacemos frente a los demás. De otra forma, corremos el riesgo de perder prestigio social, aprecio y reconocimiento de los otros o, peor, nuestra propia autoestima. Así, es común que se acepte vivir de acuerdo con una regla de guerra: primero muerto que confeso. El resultado más frecuente de este comportamiento es que las personas evitan, a toda costa, reconocer sus errores y al contrario, se afirman en sus posiciones iniciales hasta las últimas consecuencias. En la consulta una pareja conversaba sobre su historia. Relataban que la relación se había ido llenando de discusiones interminables acerca del dinero, porque él no ahorraba y ella sí; de la educación de los niños, porque él era rígido y ella alcahueta; sobre la sexualidad, porque él era intenso y ella fría; y así, discutían y peleaban acaloradamente sobre todo. Cada uno explicaba razonablemente por qué veía en la actitud del otro una diferencia inaceptable, sin notar o declarar que cambiar sus ideas iniciales se consideraba un error o una claudicación. No se soportaban ya. Al preguntarles que cómo se explicaban esta situación, los dos, por primera vez de acuerdo, afirmaron: ‘porque somos diferentes’. Insistí, ‘todos somos diferentes’. Hubo un silencio y él contestó: ‘yo no voy a vivir como ella diga, yo tengo mis propias ideas’; ella, a su turno, complementó: ‘yo tampoco estoy de acuerdo con vivir como él, no voy a ceder, ni a humillarme, yo tengo mis razones’. Estaban dispuestos a terminar su matrimonio porque no concebían la posibilidad de hacer acuerdos. Creían que la única manera de vivir juntos era estar de acuerdo y, en simultáneo, que la única forma de conservar su autoestima era mantenerse en sus propias ideas. Dolorosamente, sus únicos acuerdos no les permitían construir los demás. Se sorprendieron al notar el origen de su conflicto y comenzaron la aventura de ensayar otras maneras de tratarse y de pensar. Poco a poco, encontraron apropiado ser comprensivos y tolerantes. También, pudieron entender lo que todos sabemos por experiencia propia: que la razón nunca alcanza para explicar una agresión; que la tristeza o el miedo alteran las percepciones; que cuando nos falta información lo más probable es que malinterpretemos al otro; y que, por si fuera poco, nuestras posiciones de género, clase o nacionalidad, crean diferentes maneras de ver el mundo. Qué conmovedor es notar que la necesidad de probar que nuestras ideas son verdaderas pueda traernos tanto dolor y alejarnos del amor. Casi sin notarlo, de manera defensiva y, por lo tanto irreflexiva, nos hemos vuelto implacables frente al que se equivoca o es diferente. No sobra anotar que en ocasiones el que es diferente, seguramente justificado en su historia, efectivamente busca agredirnos y desde luego no se acerca hasta los escenarios de una sesión de terapia para solucionar los conflictos. En esas circunstancias, nuestra red social y nuestra fuerza interior, son el apoyo que necesitamos para que la agresión recibida no se convierta en una cadena infinita de venganzas. Así, en la vida diaria, al vernos envueltos en circunstancias en las que alguien nos ataca, probablemente porque le despertamos miedo e inseguridad, nuestro amor propio será suficiente para detener el dolor que estas acciones provocan y decidir la acción apropiada, que no es otra distinta de evitar devolver con la misma moneda, trascender. Podemos estar seguros que al practicar el perdón y la tolerancia que esta acción requiere, sembramos los fundamentos de la convivencia pacífica que el planeta necesita.
Posted at 4:54 a.m. | Etiquetas: alternativas, Psicologia |
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1 comentarios:
Es el único sistema que podemos aplicar a nuestro dia a dia.
Lo que das es lo que recibes, sin lugar a duda.
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