La alegría
El hombre necesita de la alegría para su espíritu, como su cuerpo necesita del sol. Pero la señal de la verdadera alegría no es la risa estrepitosa, sino la serenidad del ánimo, la hilaridad y el humor. La alegría sincera es siempre espontánea, ingenua y distendida; es un sentimiento del alma, un estado. La alegría es señal de un alma que se ha desprendido con libertad de todo apego desordenado y se ha elevado por encima de toda atadura terrena. Los santos, a imitación de Cristo, siempre están alegres. Un santo triste, sería un triste santo. La alegría se diferencia de la risa estrepitosa y bullanguera. La alegría es un precioso don de Dios, un regalo, una verdadera gracia que no tiene precio; sólo la poseerán aquellos que forman en sí un corazón puro y sano espiritualmente. Muchas veces no se puede acabar con la tontería más que tornándola a risa, pero a una risa dura y fría, cuando no irónica o nerviosa, sino con una risa benévola, complaciente y serena. Si la risa es maliciosa, nunca agrada; si es infantilmente alegre, entonces es encantadora. La alegría es hija de la paz del corazón; un corazón sin alegría es un cielo sin estrellas. Para conocer a una persona es importante ver cómo y de qué se ríe; por medio de su risa muchos se dan a conocer y revelan su más íntimo ser. Pero mejor aún que la risa es la sonrisa; siempre y cuando, como aquella, la sonrisa sea sincera y bondadosa. Un rostro sonriente siempre es más hermoso; y un hombre que siempre sonríe es más agradable; y una palabra ofrecida con una sonrisa es siempre mejor recibida. Sonríe siempre y siempre recibirás sonrisas. Sonríe aun en tus penas y las penas te resultarán más llevaderas; sonríe aun en tus amargas caídas y Dios te las perdonará más sonriente. Sonríe, porque la sonrisa es la señal de que Dios está en ti y que tú estás en Dios.
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