Los bloqueos psicológicos
La paz y la alegría que muchas personas desean no vienen de afuera; el camino hacia la madurez es el de una profunda empatía hacia uno mismo.
Ángela
Sannuti
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Cargamos con barreras
mentales y emocionales que nos impiden completar el desarrollo humano y
alcanzar una verdadera madurez. Una profunda empatía con nuestra historia y con
nosotros mismos puede devolvernos la vitalidad perdida.
Todos llegamos al mundo
con un inmenso manantial de vida, con cualidades potenciales que sólo en un
entorno verdadero de afecto, protección y cuidado pueden desarrollarse y
madurar.
El impulso de sobrevivir
es básico en todas las especies. Como sabemos, el infante humano nace indefenso
y sumamente vulnerable; para su supervivencia depende de un adulto. Es en el
contexto de esta dependencia primaria y de la respuesta que reciba de sus
padres —o cuidadores primarios—, donde un niño podrá desarrollar su vitalidad;
así como una semilla necesita hallar la luz del sol para crecer.
Debido a la ignorancia y
a la negligencia emocional con la que se crece y se educa, la vitalidad de la
gran mayoría de los seres humanos está bloqueada en más de un aspecto sin que
se lo detecte. Cuanto más bloqueados estamos, menor es nuestra capacidad de
sentir y de pensar con libertad, y menor nuestra individualidad y riqueza; más
aún, tendemos a reaccionar en forma mecánica y sin auténtica sensibilidad.
¿En qué momento y de qué
manera se nos arrebata parte de este potencial tan sagrado con que nacemos?
Todas nuestras limitaciones psicológicas son consecuencia —no defectos propios—
de experiencias tempranas. El sufrimiento anímico de los adultos es producto de
heridas concretas que vulneraron su dignidad e integridad en los momentos clave
de su estructuración psíquica. En nuestra cultura, aun en ámbitos
intelectuales, la inmensa mayoría sigue banalizando el nexo existente entre
experiencias de la infancia y el comportamiento del adulto. El pasado, con su
carga emocional y sus bloqueos, no puede eliminarse ni elaborarse mientras se
niegue el sufrimiento experimentado. No es posible ayudar a una persona a curar
sus heridas si se niega a verlas; y por más que las niegue, ese dolor quedará
vivo y encerrado en el sótano más oscuro de su alma. Son muy pocos los que se
enfrentan a los hechos dolorosos acontecidos en su vida y descubren la
verdadera historia de su niñez sin idealizarla. ¿Por qué? Porque mientras la
sociedad siga ignorando las penurias de la infancia, los adultos permanecen
solos y aislados con su historia, sin saber qué hacer; y lo que es peor aún,
muchos se resignan a sufrir depresiones, tomar medicamentos o drogas para no
sentir.
¿Cómo se recupera la
autoestima si uno no se libera de sus bloqueos? No hay nadie que no desee
valorarse y respetarse. Los bloqueos son fruto de una historia que debería
conocerse emocionalmente para comprender cómo esa persona ha podido convertirse
en quién es.
¿QUÉ ES UN BLOQUEO?
Yo como ustedes fui
sorprendido / mientras robaba la vida, / expulsado de mi deseo de amor. / Yo
como ustedes no fui escuchado / y vi los barrotes del silencio / crecer en
torno a mí…*.
Los bloqueos
psicológicos trazan el recorrido de las potencialidades heridas de un ser
humano. Sus causas son estrictamente emocionales y su dinámica es la
desvalorización, el desprecio y la humillación interiorizados en las relaciones
parentales. Todos somos niños dependientes y asustados porque crecimos bajo la
tutela del miedo y la culpa, que son el fundamento de todo bloqueo. ¿Dónde se
originan ese miedo y esa culpa? Allí donde lo aprendemos todo: en el seno de
nuestra familia y en la educación con la que somos encorsetados en nuestros
primeros años. Bloqueos en el aprendizaje, en la capacidad de formar vínculos,
en el desarrollo de la afectividad y de la sexualidad, en nuestra capacidad
creativa y, sobre todo, en nuestra autonomía y libertad.
Si un adulto ve que sus
sentimientos y sus necesidades más profundos son invalidados por el medio que
lo rodea, sentirá una opresión muy poderosa, será una experiencia amenazadora
para su vida; el miedo y la desconfianza anudarán su corazón, vivirá a la
defensiva o se sumirá en una gran tristeza.
Imaginemos a un bebé o a
un niño en plena formación: es un ser débil y maleable que depende enteramente
—no tiene otra salida— de lo que los padres sientan y hagan por él (1).
Todo niño necesita la
compañía de un ser humano empático y no dominante para crecer y estabilizarse.
Pero ¿qué le sucede a un niño cuando no encuentra esa mirada empática y
comprensiva que lo sostenga y lo aliente? ¿Cómo se defiende en un clima de
soledad e indiferencia o de desaprobación y censura constante?
Escondiendo sus
verdaderos sentimientos: llanto, rabia, tristeza o indignación; reacciones
naturales ante el dolor. Aprende a bloquear su capacidad de sentir para no
sufrir, porque no le queda más remedio que adaptarse y silenciar su dolor.
Aprende a desconfiar de sus percepciones y a mentir porque necesita negar la
dolorosa realidad que lo circunda para conservar la ilusión de que es querido
porque, de lo contrario, no podría sobrevivir. Aprende a bloquear su capacidad
de pensar; tan frágil es la existencia al principio de nuestra vida. Así
aprendemos a enmudecer nuestros sentimientos y a reprimir nuestro dolor; y con
él enterramos también nuestra vitalidad y nuestros recursos. La espontaneidad
vital se va cercenando por esta temprana adaptación forzada; lo que queda luego
es la fatiga que dura toda la vida por esta práctica tan generalizada del “no
darse cuenta”, del no saber o no registrar lo que verdaderamente uno quiere,
siente y necesita.
El problema es que tanto
jóvenes como adultos permanecen anclados en esta trágica situación infantil.
Tomar conciencia de esta situación no mata, libera. Nuestro cuerpo es incapaz
de vivir sin sentimientos auténticos, es el guardián de nuestra verdad, nos
avisa a través de síntomas físicos y emocionales de nuestra identidad perdida,
de lo más verdadero y profundo que tuvimos que sofocar para sobrevivir.
Toda enfermedad es una
vía de acceso —si estamos dispuestos y abiertos— a nuestros verdaderos
sentimientos y deseos que quedaron silenciados por el miedo infantil y
justificado de entonces (2).
Como adultos, tenemos la
posibilidad de salir de la sombra, percibir la magnitud de heridas padecidas en
la infancia y desbloquear las partes más preciadas y vitales de nuestro ser.
LOS SENTIMIENTOS DE
CULPA
Yo como ustedes lloré. /
reí, esperé. / Yo como ustedes sentí que me / despojaban / de mi ropa / y
cuando en mis manos pusieron / mi vergüenza / vergüenza comí cada día*.
Las huellas de una
educación basada en el miedo, la vergüenza y la inculpación no desaparecen del
todo hasta que no seamos conscientes de su existencia y detectemos sus
mecanismos. El miedo sólo enseña a ser desconfiado, a esconder sentimientos
auténticos y a mentir; la humillación es veneno que destruye la autoconciencia
sana, avergüenza, vuelve inseguro e inhibido; y la culpa silencia la voz del niño
que fuimos y bloquea sus sentimientos.
Las personas que en su
infancia siempre han tenido que “seguir los deseos y las órdenes de los
adultos” y “dar por sentado sus principios” —muchos lo llaman educación— sin
tener la libertad de dudar y cuestionar su comportamiento, son seres que buscan
lo esencial en lo invisible y pasan por alto lo visible, lo obvio, como algo
“no esencial”: un bloqueo mental que muchos adultos padecen. Adultos sumisos
que no pueden evitar convertirse en la obediente marioneta de otras personas
porque han perdido su orientación interior (3).
Cuando a un niño no se
le permite vivir con libertad sus sentimientos más tempranos —ira, hambre,
descontento, alegría con el propio cuerpo— o cuando los padres o educadores lo
castigan o critican por el más mínimo error, tan sólo con una mirada de
prohibición o desprecio, están transmitiendo el conocimiento de que confesar el
propio fracaso o los propios placeres es arriesgado, porque ello les arrebatará
su amor y su estima.
El exitismo que impera
en nuestra sociedad se alimenta de estos miedos y culpas infantiles; muchos se
aferran desesperadamente a la máscara de la perfección o a una fachada feliz
para hacer y sentir lo que se espera de ellos. La depresión es el alto precio
que un adulto paga por traicionarse y renunciar a sí mismo. Si de pequeños no
nos riñen por nuestros errores y nos explican las cosas inadecuadas de nuestras
conductas, si nos aceptan por lo que somos y no por cumplir o alcanzar las
expectativas de los mayores, crecemos con una confianza básica y una libertad
para aprender y descubrir por nosotros mismos el propio sendero.
La tortura de los
sentimientos de culpa refleja el esfuerzo incesante por traicionar sentimientos
propios y no poder romper con las constantes maniobras de adaptación y la
docilidad acomodaticia que aprendimos tempranamente. La mayor de las heridas es
no haber sido amado por lo que uno era, y no hay manera de abordarla sin un
verdadero trabajo de duelo. La gente hace precisamente lo contrario, se defiende
de su destino infantil y esto es lo que enferma y destruye.
Todas las distorsiones y
bloqueos dejan de ser necesarios en cuanto la vieja herida puede ser vivida;
nos libera del miedo, de la culpa y de la ilusión infantiles.
HACERSE ADULTO
Una vida emocional
congelada, anhelos propios que se postergan una y otra vez, confusión y
desorientación interior en situaciones decisivas de nuestra vida, dificultad
para pensar y sentir con claridad, una conciencia anestesiada por el
autoengaño, actitudes forzadas e inauténticas… todas huellas de bloqueos, de
agujeros emocionales donde debería florecer una vida auténtica, rica y con
sentido; la que nos corresponde por haberla elegido.
Los adultos que conocen
y viven con su historia —porque no la niegan— recuperamos un nuevo espacio de
libertad: al acceder a una auténtica comprensión emocional de nosotros mismos,
cuando hay empatía hacia nuestro destino infantil, experimentamos libertad
interior, una incuestionable seguridad y fuerza para emplear de manera creativa,
activa y constructiva nuestra historia, en lugar de sufrir y seguir siendo
víctimas inconscientes del pasado (4).
En muchos de nosotros
vive todavía el niño atemorizado y lleno de culpa, cuyos miedos nunca pudieron
ser escuchados, aceptados ni vividos de forma consciente. La percepción de
quiénes somos realmente, de lo que sentimos y necesitamos, nos permite
orientarnos mejor en el hoy y poder distinguirlo del ayer.
La paz y la alegría que
muchas personas desean no vienen de afuera; el camino hacia la madurez es el de
una profunda empatía hacia uno mismo. ¿Cómo podemos ser empáticos con los demás
si no lo somos con nosotros? Podemos recuperar nuestra capacidad original de
amar y de comunicar en libertad en tanto restablezcamos la confianza, el respeto
y la lealtad a nuestro verdadero ser.
Posted at 4:18 a.m. | Etiquetas: Psicologia |
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