Del Monasterio a la Estancia
El hombre que más me enseñó sobre budismo no era un monje de cabeza afeitada. No hablaba sánscrito y tampoco vivía en un monasterio en el Himalaya. De hecho, ni siquiera era budista. Se llamaba Carl Taylor; había vivido toda la vida en San Francisco, Estados Unidos, y en apariencia no llegaba a los 50 años de edad. En ese momento parecía tener frío, sentado muy derecho en una cama que llevaron rodando hasta los jardines adyacentes al pabellón del centro de cuidados paliativos en el Hospital Laguna Honda. Carl estaba muriendo de cáncer.
Pasé una semana con el Proyecto Centro de Cuidados Paliativos Zen, una organización budista cuyos voluntarios ayudan al personal en la unidad de 25 camas del Centro, en el hospital. El proyecto, hoy día emulado en todo el mundo, utiliza dos enseñanzas centrales del budismo –la conciencia del presente y la compasión por los demás– como herramientas para ayudar a ofrecer cierta dignidad y humanidad a aquellos que se encuentran en las últimas etapas de su vida. No son lecciones fáciles de aprender.
Me senté junto a Carl, ayudándolo a ajustar la chaqueta muy gastada que usaba como cobertor. Soportaba su diagnóstico terminal con una resignación valerosa. Traté de hacerle plática, pero fue terrible. ¿Qué consuelo se le puede ofrecer a alguien a quien no le queda mucho de vida y lo sabe?
‘‘Así que… ¿en qué trabajas, digo, trabajabas?’’ Un largo silencio. Carl da una calada lenta a su cigarrillo.
‘‘A decir verdad, no hablo de mi pasado’’.
Entiendo. Preocupado por mantener la conversación, repaso mentalmente mi lista de preguntas. Si no podía preguntarle sobre el pasado y no tenía sentido hacerlo respecto al futuro, sólo quedaba el presente. Y en el presente, estaba aprendiendo, no hay preguntas; solamente el estar. Eso me hizo sentir incómodo al principio; despojado de sus preguntas, el periodista no tiene identidad.
Pero Carl parecía complacido con tenerme sentado ahí, mi sola compañía ayudaba a aliviar algo de su sufrimiento. Una vez que acepté que no tenía nada que hacer y ningún lugar a donde ir, me relajé. Carl me miró de soslayo y sonrió. Ambos entendimos que acababa de aprender una pequeña lección.
Esa semana hubo más lecciones basadas en el budismo; lecciones sobre la temporalidad de la vida, sobre nuestro apego a la forma en que queremos que sean las cosas y nuestra desilusión cuando no sucede así. Sobre el sufrimiento mental y físico, y sobre el valor de lo que los budistas llaman Sanga, cuya mejor traducción es ‘‘comunidad’’. Pero sobre todo, vi cómo las lecciones que un hombre aprendió hace 2,500 años en India han sido adaptadas al mundo moderno.
Hay un nuevo budismo en el mundo. Sus filosofías se aplican a terapias de salud física y mental y a reformas políticas y ambientales. Los atletas lo usan para mejorar su rendimiento. Ayuda a los ejecutivos corporativos a soportar mejor el estrés. La policía se arma de sus preceptos para desactivar situaciones volátiles. Quienes padecen dolor crónico lo emplean como un bálsamo que los ayuda a soportarlo.
Pasé una semana con el Proyecto Centro de Cuidados Paliativos Zen, una organización budista cuyos voluntarios ayudan al personal en la unidad de 25 camas del Centro, en el hospital. El proyecto, hoy día emulado en todo el mundo, utiliza dos enseñanzas centrales del budismo –la conciencia del presente y la compasión por los demás– como herramientas para ayudar a ofrecer cierta dignidad y humanidad a aquellos que se encuentran en las últimas etapas de su vida. No son lecciones fáciles de aprender.
Me senté junto a Carl, ayudándolo a ajustar la chaqueta muy gastada que usaba como cobertor. Soportaba su diagnóstico terminal con una resignación valerosa. Traté de hacerle plática, pero fue terrible. ¿Qué consuelo se le puede ofrecer a alguien a quien no le queda mucho de vida y lo sabe?
‘‘Así que… ¿en qué trabajas, digo, trabajabas?’’ Un largo silencio. Carl da una calada lenta a su cigarrillo.
‘‘A decir verdad, no hablo de mi pasado’’.
Entiendo. Preocupado por mantener la conversación, repaso mentalmente mi lista de preguntas. Si no podía preguntarle sobre el pasado y no tenía sentido hacerlo respecto al futuro, sólo quedaba el presente. Y en el presente, estaba aprendiendo, no hay preguntas; solamente el estar. Eso me hizo sentir incómodo al principio; despojado de sus preguntas, el periodista no tiene identidad.
Pero Carl parecía complacido con tenerme sentado ahí, mi sola compañía ayudaba a aliviar algo de su sufrimiento. Una vez que acepté que no tenía nada que hacer y ningún lugar a donde ir, me relajé. Carl me miró de soslayo y sonrió. Ambos entendimos que acababa de aprender una pequeña lección.
Esa semana hubo más lecciones basadas en el budismo; lecciones sobre la temporalidad de la vida, sobre nuestro apego a la forma en que queremos que sean las cosas y nuestra desilusión cuando no sucede así. Sobre el sufrimiento mental y físico, y sobre el valor de lo que los budistas llaman Sanga, cuya mejor traducción es ‘‘comunidad’’. Pero sobre todo, vi cómo las lecciones que un hombre aprendió hace 2,500 años en India han sido adaptadas al mundo moderno.
Hay un nuevo budismo en el mundo. Sus filosofías se aplican a terapias de salud física y mental y a reformas políticas y ambientales. Los atletas lo usan para mejorar su rendimiento. Ayuda a los ejecutivos corporativos a soportar mejor el estrés. La policía se arma de sus preceptos para desactivar situaciones volátiles. Quienes padecen dolor crónico lo emplean como un bálsamo que los ayuda a soportarlo.
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