La Reencarnación (Cuento)

Dos hombres viven sobre una colina y son vecinos. La colina se encuentra en un lugar alto y bastante solitario. Uno de estos hombres es campesino y se llama Dionisio. Tiene un carácter sencillo, alegre y se distingue por su gran habilidad para sembrar buenos cultivos en las inclinadas laderas de la colina, que acomoda con cuidado para formar terrazas. Los fines de semana, cuando hay cosecha para vender, Dionisio carga su camioneta y baja por el serpenteante camino que conduce al valle, para ofrecer sus productos al mercado de la ciudad más próxima. Tarda algún tiempo en regresar, porque aprovecha su estancia lejos de la colina, para pasarlo bien y divertirse a su manera. Luego, vuelve de nuevo al solitario lugar.
El otro habitante de aquellos parajes se llama Saúl. Tiene fama de sabio y filósofo. Vive como un asceta, dedicado a profundos estudios esotéricos, meditaciones y disciplinas.
El señor Saúl piensa con mucho menosprecio de su vecino, el señor Dionisio pues lo considera un hombre materialista que vive apegado a los placeres y sensaciones del mundo. Por esta razón, no lo visita y apenas se tratan, aunque sus viviendas están cerca.
Algunos días, cuando Dionisio regresa a la colina en su camioneta, ha de pasar cerca de la casa del señor Saúl, que está más arriba de la suya. Lo ve sentado en el suelo con las piernas cruzadas a la manera "yogui", los ojos cerrados e inmóvil como una piedra. Nunca se sorprende y tampoco se le ocurre criticar nada para sí, pues es un hombre muy respetuoso de las creencias ajenas.
Tan interesado está Saúl en su evolución espiritual que decidió aislarse del mundo tiempo atrás, para dedicar todo su tiempo a este esfuerzo. Muy desilusionado quedó, después de haber escogido el lugar, cuando se encontró al campesino que vivía allí, pues ya su soledad no podía ser completa.
Saúl tiene una idea fija, casi obsesiva: quiere que ésta sea su última encarnación sobre la Tierra, cueste lo que cueste y decide dedicarse a la vida espiritual de manera intensiva, aislarse del mundo, de sus placeres y tentaciones. El ha leído mucho sobre los ascetas, los anacoretas de la antigüedad, que vivían en completa soledad y aislamiento. Piensa que el mundo pervierte, contamina y hay que alejarse de todo eso, para el logro de la espiritualidad. Además, él cree que, ganando esos méritos con una vida espiritual solitaria, logrará que ésta sea su última encarnación. Su renuncia al mundo, sus meditaciones y estudios, le parecen lo mejor para sus propósitos. Con estas ideas, llegó a la colina y allí ha permanecido por muchos años.
Ahora, después de bastante tiempo, una duda lo atormenta. En un libro de antigua filosofía china al que tiene gran aprecio, ha leído estas palabras: "Al igual que sucede con las moléculas que forman el oro, las cuales siempre están juntas y nunca separadas, más vale vivir en el mundo que fuera de él". Esto lo dejó perplejo y desconcertado. Comenzó a sentir dudas acerca de su "última encarnación", y de si estaba en el camino correcto. Como las dudas crecían, decidió preguntárselo a Dios para estar seguro y, con este propósito, entró en profunda meditación.
-¿Cuántas vidas me quedan aún sobre la Tierra? Yo quiero saberlo.
En esa meditación, no llega contestación alguna. Pasan días y días, pero Dios nada responde. No obstante, una noche, poco antes de amanecer, Saúl tiene un sueño claro y evidente. Una voz que sale de las rocas, de toda la colina, del aire y que siente dentro de sí mismo le dice:
-¡Saúl, Saúl, hijo mío! Si quieres saber las vidas que aún te quedan, pregúntaselo a la pirámide de cristal.
Cuando termina de retumbar esta imponente voz, Saúl despierta sobresaltado. Mira en torno de sí y queda mudo de asombro al ver, sobre la mesa de su cuarto, una pirámide de cristal, transparente, bellamente tallada y de tamaño mediano.
Enseguida se precipita a la puerta, la abre y mira por todos lados. No hay nadie. Se atreve a tocar la pirámide, para ver si es tangible o irreal. La coge entre sus manos, la observa y ve que es material, con peso y forma. No sabe qué pensar; aunque la voz del sueño le retumba aún en los oídos.
Quizás la pirámide es una creación mental y puede desvanecerse en cualquier momento –piensa Saúl- Esperaré tres días a ver si desaparece.
Así lo hace, pero, cuando terminan los tres días, la pirámide sigue ahí visible y tangible. Decide entonces preguntar lo que le interesa. Se pone a meditar, se concentra y, luego hace a la pirámide la pregunta que tanto desea saber:
-¿Cuántas vidas me quedan aún sobre la Tierra?
Después de cierto tipo de concentración, nítidamente aparece, dentro de la pirámide, un número grande y brillante; pero, al instante, se le borra rápidamente en lo difuso. Nuevamente, se concentra y esta vez, ve un almanaque verde de donde se van desprendiendo hojas a partir del número 97: 98, 99, 100,101,102,103, etc. Cada hoja que se desprende se pierde a lo lejos, como llevada por el viento y luego, ya no se ve nada más.
-¡Qué desconcierto¡ - piensa Saúl- ¿Por qué he visto tantos números que comienzan desde el 97? No entiendo.
Sigue pensando y al fin da con la respuesta que lo deja asombrado.
Quiere esto decir que son 97 vidas las que ahora tengo; pero, ¡oh, Dios misericordioso y perfecto! Los demás números que se desprendían en las hojas del almanaque, ¿indican acaso que me quedan muchas vidas más? ¡Qué desolación! ¿Para qué estuve tanto tiempo aislado del mundo en constantes ejercicios espirituales? ¿De qué me sirve entonces todo esto? ¿Cuál es la compensación que yo tengo?
Saúl cae en un gran abatimiento, en profunda tristeza, pues se imaginaba y tenía por seguro que ésta era su última vida sobre la Tierra.
Cuando sale de su postración y para consolarse un poco, decide llevar a su vecino, la pirámide de cristal. Piensa que a él, siendo tan materialista, le deben quedar muchas vidas más.
Dionisio se sorprende con la visita inesperada de su solitario vecino. Una vez que él le explica, decide llevarle la corriente, pues no entiende mucho el asunto de que se trata. Con amables palabras, le dice lo siguiente:
Si usted quiere que me concentre y haga una pregunta a la pirámide de cristal, eso me parece interesante y misterioso. Lo voy a hacer. Espero que la pirámide me conteste, como dice que le contestó a usted.
¿Cuántas vidas me quedan sobre la Tierra?
Dentro de la pirámide, se va formando, poco a poco, la figura de un árbol: es el árbol de tamarindo.
-¡Ah!- exclama Dionisio -. Esto quiere decir que me quedan tantas vidas como hojas hay en un árbol de tamarindo, el cual tiene muchísimas hojas pequeñas.
Luego de reflexionar, suelta una carcajada. -¿Qué me importa eso? Yo sólo quiero vivir, en este mundo, el tiempo que Dios me lo permita.
¡Vivir es lo que interesa!
F i n


LA INSTRUCCIÓN QUE ENCIERRA ESTE CUENTO ES LA SIGUIENTE:


Hay que lograr la libertad interna y no importan las vidas que queden, dónde ni cómo sea la última. Como decía Dionisio: Vivir es lo que interesa, aprender, aprovechar las oportunidades donde quiera que estemos, pues sabemos que la vida nunca se acaba.
No se consigue gran adelanto espiritual aislándose del mundo, de la vida; porqué ése es un acto egoísta. Nadie avanza, si no ayuda en labores de servicio a sus hermanos, si no está entre ellos y con ellos. El ejemplo nos lo dio el Maestro Jesús que fue uno más entre las multitudes. Solamente a través del Amor y el ideal de servicio, es posible avanzar espiritualmente y acortar el número de encarnaciones sobre la Tierra. El aislamiento egoísta, para avanzar uno solo rápidamente, más bien retarda y estanca.
Tampoco es bueno esforzarse en rigurosas disciplinas, reglamentos y siempre estar meditando. Vivir en el ascetismo, como un solitario, encierra un grave error y es equivocado, pues así no se gana mérito alguno.
Ciertamente, no importan las vidas que quedan aun sobre la Tierra, porque el tiempo es ilimitado, infinito y nunca se acaba.
De los dos personajes del cuento, Dionisio es quien se acerca a la Verdad. El deja pasar la vida sencillamente y goza de sus experiencias. Comparte su trabajo y sus alegrías con sus semejantes y no se preocupa por nada más. Vivir en el presente encierra sabiduría; Porque el mañana deriva del hoy y el pasado ya se fue. Amar, dar y compartir son la base de todo adelanto espiritual. Si se suma a esto el conocimiento espiritual correcto y las prácticas espirituales adecuadas, no habrá retardo alguno, en el camino evolutivo hacia la Ascensión.
No se debe juzgar por las apariencias, porque todo ser humano tiene muchas vidas en su pasado y nadie sabe lo que adelantó. Sólo la Divina Presencia conoce a su hijo en lo profundo. Llamar materialista a otro, porque viva sencillamente y goce de los placeres que la vida le ofrece, es equivocado. El orgullo espiritual de creerse superior a los demás conduce al aislamiento, mientras que el Amor siempre da la mano y busca el contacto para ayudar. No es mejor quien se retira del mundo en forma egoísta, para lograr él solo, más adelanto espiritual; pues en la lucha diaria del vivir, están las pruebas e iniciaciones precisas que se requieren para el avance.
La subida espiritual es como practicar el alpinismo: primero, subes te anclas bien en alguna roca y luego, ayudas a subir a tu compañero. Cuando él está a tu altura, tú subes otra vez, te anclas de nuevo y lo vuelves a ayudar. Así, vas subiendo hasta la cumbre, pero siempre, para ello, has de darle la mano a tu hermano y elevarlo.
El que no ayuda no lo ayudan y quien no da, tampoco le dan nada. El orgullo espiritual retarda y hace perder el tiempo. No es más sabio el que se cree superior, sino aquel otro que vive humildemente y agradecido por los dones de la Vida.


(Desconozco el autor)

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