La Psicología de la Fe

Emilio Guzmán



Cuando hemos especulado sobre las épocas «prehistóri­cas» en la marcha del hombre sobre la tierra, ésta es la etiqueta con la que se identifica a las edades cuya crónica escrita en alguna forma no se ha encontrado, y se da por he­cho que antes de estas primeras huellas gráficas de los cal­deos, el ser humano había inventado el arte de escribir para dejar así los anales de sus actividades para la posteridad. Esto no deja de ser curioso, pues evidentemente hubo gran sabiduría tanto por lo que muestran las ruinas de civilizacio­nes cuyos restos aún se pueden ver, como en las culturas que hubo en los continentes desaparecidos. Aquí se presen­tan en escena los que favorecen la teoría de la comunicación telepática como una facultad que alguna vez cubrió la nece­sidad del lenguaje hablado o escrito. Esta hipótesis propone que el hombre podía transmitir a sus semejantes las ideas precisas cuando las intuiciones y los instintos todavía tenían más fresca su influencia en nosotros. Y hasta se llega a ase­gurar que la Torre de Babel es una representación simbólica de la etapa en la cual se perdió la facultad de la capacidad telepática y surgió la necesidad de crear el mecanismo de la palabra, un recurso desde luego muy inferior al de la comu­nicación directa, pues bajo esta modalidad en la que tuvimos que estructurar los sonidos guturales, hemos llegado a crear unos 5.800 lenguajes y dialectos, y aun así nos cuesta trans­mitir con precisión las ideas, especialmente cuando son de tipo abstracto.



En estas limitaciones que nos impone la mecánica de la palabra, encontramos. vocablos tales como «fe» y «esperan­za», que desvirtuados a través de las filosofías religiosas, se han asociado vagamente en nuestra interpretación a los recuer­dos infantiles del catecismo, y ya no sabemos a ciencia cierta de qué se nos habla cuando surgen en un contexto lógico y racional como el que aquí se postula. Vamos a precisar estas dos ideas, pues son piedras angulares en nuestro edificio.



La fe es sinónimo de valor. Dice una hermosa frase que, invariablemente, hace vibrar en nosotros una nota de inspira­ción y de aliento. Pero hay mucho más tras esta breve sílaba. Aquí observamos múltiples corrientes de significados que desglosaremos más adelante en su gran importancia relacio­nada con nuestro tema. Ya nos hemos ocupado de esta fuer­za como antítesis del temor y hemos visto que en un sentido alejado de su asociación religiosa puede entenderse como la creencia firme en un resultado futuro o en una situación ya existente pero oculta, y que en el porvenir habrá de corrobo­rarse. También hemos comentado que la energía de la fe puede ser dirigida en un enfoque constructivo o destructivo, sólo que cuando la usamos torpemente enfocándola en las utilizaciones negativas, cambia su nomenclatura y entonces propiamente se llama «temor> y ya bajo esta modalidad es entonces una fuerza desastrosa, madre de muchos sufrimien­tos en todos los niveles del complejo humano, desde la para­lización psicológica y su llamamiento de magnetismos funes­tos, hasta la enfermedad física, el avejentamiento prematuro, las arrugas que deja como triste rúbrica en tantos rostros, y en definitiva todo un desfile de calamidades que la marcan como enemigo número uno de la felicidad.



Todos sufrimos invasiones momentáneas de esta desazón, pues llena una función normal cuando opera como una ad­vertencia o preparación ante un peligro. Su efecto pernicio­so surge y se manifiesta cuando aparece en un desborda­miento que por desgracia es muy fácil que pueda suceder, y entonces se transforma en un torrente viciado que de no ser cegado a tiempo tiende a crecer y a causar destrucción en quien le permite fluir dentro de sí. Advertir un peligro es muy diferente a temerlo. El individuo que conduce un auto­móvil por una carretera de montaña sabe que lleva a un lado el borde de un precipicio. Está advertido del peligro y sim­plemente lo evita conduciendo con seguridad y pericia, aun marchando a cierta velocidad. En el devenir cotidiano, los precipicios psicológicos, morales, económicos y de relacio­nes humanas forman parte de la ruta y es indispensable estar advertido de ellos, pero no dejar que se conviertan en temo­res obsesivos. Lo malo es (dentro de esta inconsciencia que debemos ya destruir inteligentemente en esta época más lú­cida) que el pasado y sus costumbres todavía llenas de erro­res nos han condicionado equivocadamente en diversos te­rrenos. La siembra ha empezado muy temprano en la vida cuando nuestra buena madre, inocente de esta trama de ins­tilaciones subconscientes que ahora vamos comprendiendo, creyendo simplemente protegemos, nos repetía aquellos es­tribillos que a su vez aprendió de otra generación: Niño, no corras tanto que te vas a caer. Deja eso que lo vas a romper. Ponte los zapatos pues te vas a resfriar. Quítate de la co­rriente que te va a dar un catarro... Programación tras pro­gramación anunciando pequeños desastres, sembrando inad­vertidamente la semilla de los temores. Más tarde, otra madre, la madre Iglesia, infundiéndonos el temor a Dios, el temor a caer en el pecado, el temor al ígneo castigo eterno. y nos siguen programando en el temor. Unos por ineptitud, y otros por conveniencia a sus intereses, pues ¿qué otra ex­plicación hay en los «anuncios» en radio, televisión y perió­dicos que se gastan fortunas diciéndonos día y noche... «Al primer estornudo, compre el producto tal y tal», y recordán­donos a todas horas todos los males que nos acechan? Y en otro caso tenemos el triste desacierto del médico que cree necesario decir al paciente que su estado es muy serio y puede conducirlo a la muerte, y sale de allí el sujeto con dos males en vez de uno, pues ahora se le ha inoculado el virus del temor. No es necesario alarmar a un enfermo si con tacto se le dice que existe un estado de enfermedad que se le explica en forma clara, pero que combatiéndolo inteligente­mente se podrá dominar mediante la cooperación del pacien­te y la ciencia de la medicina.



En general, los temores, si son analizados serenamente, se verá que una línea de conducta establecida con juicio tranquilo debe disolverlos, pues el miedo es un ingrediente que sólo viene a agregar complicaciones al problema exis­tente. Permitir al temor que predomine en alguna situación, es dar paso a las corrientes negativas y ya sabemos que pen­sar negativamente atrae fuerzas que nos destruyen.



Primogénita del temor es la preocupación. Éste es un es­tado de ánimo que se manifiesta en un malestar mental refe­rente a cualquier situación o persona y produce disturbios emocionales de tipo obsesivo y que son afines a la apren­sión, la ansiedad, y los estados hipertensos. A veces, y en su forma más importante (pero no por ello menos obsesiva), se apodera de nosotros la preocupación por algo que sucedió y que ya no tiene remedio. En este caso más que preocupación es una lamentación persistente de alguna cosa que ya perte­nece al pasado y lo que claramente nos indicaría el intelecto es que ya debemos dirigir nuestro pensamiento a otras di­mensiones, que son las del presente y el futuro. Pero no siempre es fácil apartar el pensamiento de un insistente tri­llar en tomo del acontecimiento ocurrido. Esto no importa si de allí se deriva un aprendizaje para lo sucesivo; sin embar­go, una vez anotada la lección..., a otra cosa. La preocupa­ción nacida del temor a lo que puede suceder, una vez que se ha tomado nota y medida de la advertencia que pueda contener, necesita ser dominada y expulsada de la mente, pues es sin duda un elemento corrosivo y destructor. Un es­critor que había llegado a una edad avanzada nos hace esta sabia observación: En mi larga vida he tenido muchas preo­cupaciones pero la mayoría de ellas nunca llegaron a suce­der.



Cuando una persona se percata de haber caído en estado de preocupación con respecto a alguna situación, lo mejor que puede hacer es encarar resueltamente el problema y to­mar al toro por los cuernos para fijar claramente el fondo del conflicto. Si hay alguna acción inteligente que poner en marcha, proceder cuanto antes. Si la acción no es claramente de gran acierto pero se obra de buena fe, dar el paso adelan­te y actuar, pues lo peor es caer en la paralización estéril que consiste en estar dando vueltas al asunto y preocupándose sin actuar acción. Tomar una decisión valerosa es lo mejor para quebrantar un estado preocupante, y pensar que si la decisión no resulta acertada, hay una Inteligencia Superior que nos ayudará en todo caso a rectificar. Ahora bien, si la cuestión no tiene remedio, es aquí donde necesitamos un en­tendimiento lúcido de que a veces será necesario aceptar una dura lección que, aunque en ese momento nos parezca inex­plicable y tal vez injusta, el tiempo la hará comprensible, pero por lo pronto es de suma importancia realizar una adaptación, lo cual quiere decir el aceptar con resignación lo que sea irremediable. Para esto es indispensable tener en cuenta que si todo el universo obedece a un plan de infalible sabiduría, las tribulaciones del humano están incluidas obli­gadamente dentro del omnisciente designio que ha planeado y gobierna desde el orden de las galaxias hasta la estructura del ala de una mosca. Y teniendo en cuenta este punto de vista, que reconoce lo irreparable como un beneficio ulte­rior, de momento oculto, se puede entender que aquello que puede parecemos un gran desastre debe considerarse bajo la máxima que dice: Las normas del hombre son temporales, las de la Naturaleza son eternas. Todo lo cual propende ya a iluminar el camino hacia los preceptos de la fe, la esperanza y la elucidación racional del optimismo entendido como un gran rayo de potencia favorable en los asuntos del hombre. Estos son temas que procederemos a exponer con un profun­do deseo de hacer justicia a sus nobles proporciones, con un vehemente anhelo de que sean para el lector grandes fanales de orientación, verdaderos luceros de navegante que le per­mitan surcar con fe los mares procelosos de la existencia.



En su función más práctica y visible en la vida diaria, ya está reconocida esta energía de la fe como elemento vital que suministra indispensable energía a toda imagen de éxito en los pequeños y grandes proyectos que a diario emprende­mos. En toda idea y en todo ideal es ya una condición comprobada como elemento básico del triunfo. Tener verdadera fe en un resultado es inyectarle vida al cuadro que se necesi­ta contemplar y alimentar para cualquier realización. La for­ja de todo esto está en la imagen. Vivimos en un mundo de objetos, de seres y de situaciones que antes de llegar a ser realidades materiales, primero ya han sido imágenes, puesto que todo cuanto nos rodea, primero fue concebido en alguna mente. Si es un objeto artificial hecho por el hombre, esto quiere decir que alguna mente humana concibió primero la idea creadora, abrigó la fe en que podría realizarse y así, después de haber sido primero plasmado en el mundo de la mente, el objeto fue forjado en el mundo de la materia. Si es una creación de la Naturaleza, esa creación nació en la Men­te Divina y no necesitó fe para lograrse, pues Omnisciencia quiere decir conocimiento de todo, en esos planos de un eterno presente, donde no existe el arcano del futuro. El hombre, por el contrario, justamente cuando no puede saber con certeza los resultados futuros es cuando necesita valerse de la fe como sustituto del conocimiento exacto, y según tenga fe en su plasmación imaginativa así estará dotando a la imagen de impulso para su logro material. Por lo tanto, en la subsistencia, en los negocios, en la política, en la ciencia, en el arte, en el matrimonio, en el deporte y hasta en los jue­gos de azar, ya sabemos que la fe opera como un ingrediente fundamental para el éxito. Y de todas sus aplicaciones en las gestas del hombre, la más destacada es la fe del hombre en sí mismo. Allí está el secreto de todo individuo que triunfa en la vida.



Bajo otro aspecto todavía más importante, en los mo­mentos amargos no falta una voz amiga que para consolar­nos suele decir: «No te aflijas tanto, ya sabes que todo es para bien». Cuánta sabiduría, cuánta fe se encierra en esta simple frase. «Todo es para bien>, sencillamente expresa el reconocimiento transparente y claro de una Inteligencia Su­perior que tiene previsto un plan de tan inmensa magnitud que todo cuanto acontece lleva una finalidad inequívoca, una meta, una corriente que sólo puede fluir en un sentido que es el de conducir al hombre de estados inferiores a esta­dos superiores. Ésta es la imponente Ley del Progreso en la cual jamás debe flaquear nuestra fe. El ser humano que pue­da consolidar una comprensión firme de este principio nun­ca será desgraciado, pues en los momentos más aflictivo s podrá entender que las vicisitudes de la vida son como la lí­nea zigzagueante de una gráfica mostrando fluctuaciones al­tas y bajas, pero sólo en una trayectoria ascendente, lleván­donos siempre de menos a más. Éste es un ascenso eterno, la escalera que Jacob soñó perdiéndose en las brumas de las alturas, y que podríamos también identificar como el desco­rrer gradual de los velos que oscurecen al espíritu y que al irse así aclarando mediante este progreso ascendente, le per­miten brillar cada vez con mayor fulgor.



Cuando la humanidad pretérita se encontraba ante la ne­cesidad de formularse a sí misma una idea de su relación con las leyes de la vida y el plan de la Creación sobre la tie­rra, había más necesidad de valerse de los medios de la fe, ya que siendo ésta la que suministra fortaleza para creer en lo que no se comprende, era necesario apoyarse en este pilar para no caer en la desesperación o en la rebeldía ante los embates de la vida. Hoy en día, al irse abriendo el camino de la filosofía racional el hombre necesita menos de la fe de este tipo. En vez de la creencia ciega en la sabiduría de la Fuerza Creadora, ahora podemos ya examinar a la luz del intelecto y considerar explicaciones como las que aquí se ofrecen desde una perspectiva razonable que será la función que vendrá a suplir la de la fe ciega que antaño se nos exi­gía.



Bien podríamos hacernos preguntas sobre ciertas extra­ñas incógnitas: ¿por qué la fe y la esperanza han perdurado a lo largo de tantas generaciones? ¿Por qué siguen teniendo vigencia ideas que no parecen recibir a diario confirmaciones tangibles? ¿Cómo es que siguen ondeando estas bande­ras en los baluartes de la existencia humana, asediada como lo está constantemente por tantas fuerzas enemigas?

La esperanza de una vida después de la muerte. La espe­ranza de un «más allá» celestial y perfecto. La de un mundo feliz a pesar de las tormentas que lo azotan. El ideal de que la Verdad y la Justicia habrán de prevalecer. El anhelo de perfección. La fe en el triunfo del Bien, en fin; todo ideal que pisoteamos a diario, pero que no da muestras de ser pe­recedero, ¿a qué debe su existencia? ¿De dónde ha brotado? Veamos:



En esa dualidad que constituye la mente individual, el hombre está dotado de una conciencia espiritual adquirida en su origen subjetivo, y una conciencia animal que es el re­sultado de sus experiencias carnales como individuo y como miembro de la raza humana. Generalmente, sólo percibimos la voz de la conciencia material pues la otra, impregnada de gran sabiduría espiritual y que en algunos estudios es desig­nada como supraconciencia, todavía se filtra muy débilmen­te a nuestra percepción, aunque como se ha repetido ya, cada experiencia y cada vida la hacen menos nublada y au­mentan la nitidez de su luz. En ambas conciencias hay, sin embargo, memorias acumuladas de un largo pasado, un dis­tante y continuo historial de peligros superados, y éste es el quid de la fe y su dulce y persistente compañera, la esperan­za. Las memorias que así se encuentran encerradas en los atavismos y en los vagos presentimientos. que han alentado al humano a lo largo de su trayecto, no son de naturaleza consciente, pero su presencia tiene tal fuerza que a pesar de estar encerradas en los niveles infraconscientes y supracons­cientes hacen sentir su pujanza transmitiendo valor y ánimo al hombre en los momentos amenazantes de su marcha.



Esta convicción de profundo arraigo debe entonces su nacimiento y su continuidad a la memoria de innumerables experiencias y vidas pasadas que nos han demostrado que el ser es eterno e indestructible. La inmortalidad no es una Es­peranza, es una Experiencia. A lo largo de las oscuras eda­des del pasado, el alma ha conocido por experiencia que aunque la vestidura carnal se disolvía, ella perduraba rete­niendo siempre el aprendizaje de las experiencias y errores vividos. Este conocimiento la ha elevado a comprender su continuidad y su ascenso, a pesar de cualquier situación ma­terial que pueda rodearla y ofrecerle peligro. Por ello encon­tramos en el fondo de cada hombre los atributos de la fe y la esperanza como huellas de la ruta que hemos recorrido, como el polvo de un camino que hemos andado y que al lle­varlo encima nos da constancia de haber cubierto esta ruta. Y esa ruta ha sido un ascenso de progreso, de superación, cuyas victorias son la prueba de que en cada encuentro críti­co invariablemente ha venido la Inteligencia Superior en nuestra ayuda. Siempre hemos triunfado. De lo contrario no estaríamos en el mundo.



Así se empieza a perfilar con toda claridad la razón que acompaña al optimista porque éste es un hombre que sin ne­cesidad de haber escudriñado como ahora lo hacemos, sino por directa intuición, ha captado que cada uno de nosotros que ha cruzado .todos los abismos y pantanos de un pasado tenebroso, preñado de peligros, y está aquí, ciñe los laureles de la victoria y no tiene por qué temer que las fuerzas que lo ayudaron a vencer habrán de fallarle en el futuro. Sólo el pe­simista doblegado por las tinieblas del temor se cierra a la memoria interna del caudal de conquistas que hemos dejado atrás, y vive en el error, formando cuadros y atracciones de problemas que bien podría conjurar sólo con superar el pe­cado de la inconsciencia y valerse un poco más de la inteli­gencia que el Creador ha puesto al alcance de todas sus cria­turas.



A todas luces nos conviene por lo tanto seguir la escuela del hombre valeroso y confiado al que catalogamos como optimista. Éste es, sin la menor duda, el camino que la inte­ligencia nos señala y para poder tomar esta ruta con plena convicción, un somero recuento de sus mecanismos hará re­saltar que muy lejos de embarcamos en la nave de los soñadores­

ilusos, nuestra senda será creadora, práctica y efectiva. . Primeramente, hay que saturarse de una comprensión básica que radica en este principio: La imaginación es la gran fuer­za creadora que el hombre tiene a su disposición.

Si usamos nuestras capacidades imaginativas para visua­lizar con fe, para creer que las cosas se realizan, éstas po­drán traducirse con toda naturalidad al mundo material, como ya hemos visto al tratar el asunto de las enfermedades psicosomáticas en las que un sujeto, al creer que algún órga­no o función se encuentra sufriendo cierta anomalía, tiende a convertirlo en una realidad, mientras que si se afirma que el punto donde asoma la molestia restablece la salud que la Naturaleza le ha programado y es capaz de sobreponerse a cualquier achaque, la sola creencia de ello facilita enorme­mente el que así sea. Podemos plasmar las situaciones dese­adas, solucionar problemas y remover los obstáculos que impiden los logros de la felicidad, solamente con entender que todo lo que nos rodea es sustancia plástica, lista para formar con ella todo lo que deseamos. Cualquier situación adversa es sencillamente una falta de algo que está en nues­tra mano establecer. La oscuridad no existe por sí sola, es simplemente la falta de luz, y al producir una iluminación, vemos que la oscuridad se desvanece, se disuelve instantá­neamente. De la misma manera, todas nuestras carencias son falta de valores positivos que tenemos amplios poderes para crear. Sólo tenemos que restablecer las fuerzas a su equili­brio natural y podemos obtener por medio de la mente todo cuanto se requiere si tan sólo aprendemos que no es median­te un gran esfuerzo de la voluntad, sino con una visualiza­ción tranquila, henchida de fe, que podemos gobernar el mundo que nos rodea.



La Inteligencia Superior tiene posibilidades sin límite. Ella lo ve todo, lo sabe todo, lo puede todo, y nosotros, que somos chispas de esta gran inteligencia, podemos participar de sus poderes absolutos en el grado en que seamos cons­cientes de estar íntimamente unidos, fundamentalmente inte­grados a esa prodigiosa fuerza creadora. Todo el secreto qué hay en esto es que no cerremos nuestra propia mente a esta creencia. Que mantengamos abiertas las puertas, y por razones naturales tan claras como las fuerzas que hacen a up imán atraer a los pedazos de metal que tengan afinidad molecular, así atraeremos en una forma irresistible, mediante estos poderes, los objetivos que sean puestos en nuestras mi­ras. Debemos recordar que esta Inteligencia Universal abar­ca y opera sobre todo lo que hay en el cosmos y está tan apta y tan atenta para resolver los pequeños problemas hu­manos como lo está para resolver los grandes problemas de los espacios. Únicamente necesitamos concebir con fe lo que se desea, cercioramos de que es algo justo y legítimo, y una vez cumplida esa condición hay que formar el concepto, detallar el proyecto, y alimentarlo con todo valor, visualizan­do con gran realismo todo aquello que uno desea. Es indis­pensable estar plenamente conscientes de esta presencia que nos rodea, de esta energía plástica con la cual podemos tra­ducir al mundo de la realidad material cualquier creación que se forje en el mundo del pensamiento. No podrá repetir­se demasiado que todo cuanto nos circunda, y todo cuanto existe, antes de que pudiera ser formado en la materia, pri­mero fue concebido en la mente. Éste es un principio que hace muchos siglos Hermes, uno de los grandes maestros y filósofos de todos los tiempos, comprendió perfectamente, y según él explicaba, nada ha existido jamás, existe o existirá, que no sea el resultado de actividad mental. Y así el hombre debe reconocer que bajo esta ley universal, él puede ejercer la capacidad de usar su mente dentro de la potencialidad cósmica que tiene la mente para dar origen y disponer las formas que la materia deberá tomar para sus fines. Ésta es una facultad prodigiosa, por encima de la efímera acción bioquímica del cerebro, y con esta capacidad podemos diri­gir la mente por medio de nuestro deseo hacia cualquier ac­tividad, tanto en las pequeñas luchas de la vida diaria como en las aspiraciones más elevadas.



El principio creador más trascendental en la mente del hombre es el de la Imaginación. Ésta es la clave de todos nuestros triunfos, y al analizar su función, vemos que para cada objetivo formamos una imagen, un plano o diseño me­diante un proceso consciente y voluntario, y cuando el deseo es ardiente, iluminado por la fe y la esperanza, se produce entonces una impresión sobre la mente subconsciente, y ésta ayuda suministrando la energía creativa que impulsa a la ma­teria propia y ajena a tomar conformación con la imagen creada. De esta manera no hay nada legítimo que podamos imaginamos que no esté incluido dentro de los omnipotentes mecanismos de la creación como algo capaz de ser realizado.



Tenemos numerosos ejemplos de hombres notables cuyo origen en condiciones de pobreza e ignorancia no hubiera hecho concebir mayores augurios para su futuro, y sin em­bargo en alguna forma se iluminaron, tuvieron el valor de concebir metas elevadas, perseveraron en ese cuadro, y pu­dieron dejar huella memorable de su paso por el mundo. El secreto de ese triunfo fue sencillamente que abrigaron con fe pensamientos de grandes sueños, usaron de su imaginación con audacia, y al sintonizarse así con las vibraciones de la creatividad, surgieron y se elevaron como hombres singula­res en la historia. Todos tenemos acceso a la imaginación creadora y sólo se necesita resolvemos a usarla y aprender a manejarla. Desde luego que hay una gran diferencia entre la imaginación creadora y los sueños débiles, vagos e incons­tantes. La gran diferencia estriba precisamente en el elemen­to de la fe. El soñar vagamente sin verdadero propósito pue­de ser tan sólo una pérdida de tiempo si se hace en esta forma incierta y falta de una esperanza penetrante. Esto es el sueño estéril, pero hay otro que es fecundo y creador, el sueño de la imaginación positiva iluminado por la creencia firme, por la fe, por la esperanza, y por la seguridad de la realización que será inevitable con sólo darle vehemencia y proporcionarle las dimensiones de visualización tranquila, pero imbuida de perseverancia y fervor. Ésta es la clase de sueño que busca en forma irresistible el germinar en el mun­do de la materia y así es como se han realizado todos los grandes sueños de la humanidad. Interpretamos que cuando el maestro Jesús dijo: «Pide y recibirás», ese «pedir» no es otra cosa que visualizar con el ímpetu de una fe absoluta. Cuando se alcanza la convicción de que todo lo que se sabe pedir en esta forma es realizable, tenemos la obligación de examinar con responsabilidad y determinar qué es lo que deseamos alcanzar en la vida, pues ya que todo puede tener­se, no vayamos a cometer el triste error del pobre rey Midas que acabó lamentando su codicia por haber pedido que todo lo que toca se convirtiera en oro. Pero la verdad es que muy pocos sabemos con precisión lo que realmente quere­mos. Nos enfrascamos tanto en el fragor de la batalla que rara vez nos detenemos a encarar cuál es el objeto de toda esta lucha. Por lo tanto, nos incumbe formar una imagen clara y precisa de nuestros objetivos ya que si se nos ha di­cho que el Reino de los Cielos está dentro de nosotros, esto quiere decir que podemos alcanzar la felicidad y sólo nece­sitamos un claro criterio para entender cuáles son los verda­deros ingredientes del bienestar.



En otra tangente, hay que saber distinguir la resignación ante los embates irremediables de la vida, como puede ser la pérdida de un ser querido, o las pequeñas y grandes trage­dias que existen en el destino del hombre, sin confundir es­tas actitudes de aceptación noble y resignada, con la pereza del que se conforma a una vida limitada, diciendo que ésta es por la «voluntad de Dios» y que por tanto acepta sin ma­yores ambiciones el ser pobre y carecer de las cosas buenas que hay en la vida. No se justifican estas palabras de apa­rente resignación sin haber luchado, pues debemos más bien interpretar que si _Dios permitió semejantes condiciones, és­tas aparecen en el destino de los hombres justamente para que en ellas se tenga la oportunidad del crecimiento, de la lucha, de ejercer la imaginación y la acción creadora para salir adelante. Si la prosperidad no se nos presenta en ban­deja de plata, es seguramente para obligamos a buscarla, lo cual constituye un reto espléndido y fecundo que nos brinda el mérito de labrar el camino. La pobreza y la enfermedad no son naturales ni insuperables y nos hay por qué interpretarlas como condiciones impuestas por la voluntad de Dios. Más bien hay que entender que todos tenemos la obligación de luchar por la salud y la abundancia que la creación mani­fiesta por doquier. Hay que entender que todo lo bueno y todo lo positivo son dones de Dios, listos para derramarse sobre nosotros con sólo quitar los estorbos de las transgre­siones que nosotros mismos cometemos.



La falta de ambiciones y la inercia ante las batallas de la vida a veces nos llevan a encubrir esta evasión con un falso sentido de resignación, pero la dignidad del hombre exige que se luche y se descarte toda actitud derrotista, pues en las múltiples variantes de los problemas que la vida nos presen­ta, se encuentran las oportunidades de forjar hacia delante y crecer.



La imaginación creadora nos brinda claves muy sencillas para realizar todo lo que en la vida se necesita encontrar. Sólo se requiere ver y creer, con ardiente deseo, y ya esta­mos manejando ese elemento plástico que nos rodea, esa sustancia invisible pero abundante con la que podemos crear todo lo que deseamos tener. Únicamente se requiere conser­var esa imagen con persistencia, alimentarla con el pensa­miento positivo, y poniendo en todo ello afirmación y vehe­mencia, lo tendremos. Los milagros de la vida están a nuestro alcance, pues todos ellos son tan naturales como lo puede ser la germinación de una semilla que se transforma en un árbol majestuoso. Simplemente hay que ejercer la imaginación creadora para dar existencia a la semilla, regar­la con el ímpetu de una fe y una esperanza absolutas y la se­milla por sí sola sabrá atraer todos los elementos que necesi­ta para transformarse en un frondoso árbol.



El valor es una afirmación altamente positiva dentro de cuya esfera de acción atrae a todos los elementos que tengan contactos o relación con él, y hace que sean instantáneamen­te vigorizados. Cuando afrontamos una crisis con valor po­nemos en acción una emoción comunicante de tal magnitud, que al ejercer habitualmente este atributo tan positivo, no sólo nos ayudamos poderosamente, sino que ayudamos a to­dos los que lo perciben. Sus almas se iluminan y quedan en mejores condiciones para transmitido a otros. Es necesario hacer cundir esta fuerza por el mundo, pues la verdad es que en las pruebas de la vida el hombre ya habría perecido sin el sostén de tan admirable fuente de energía. El que pierde el valor lo ha perdido todo y queda reducido a un ser des­graciado, temeroso de encarar las situaciones que son parte de la existencia humana. Desafortunadamente, abundan ejemplos de seres que habiendo perdido el valor y la espe­ranza se han hundido a niveles infrahumanos. El hombre que se cuida demasiado y no quiere exponer nada está en camino de incapacitarse para la acción valerosa y para el rasgo de audacia que tantos momentos requieren. Cuando la reacción tiende a escudarse en los pretextos y las evasivas que rehuyen el paso valeroso, es tiempo de que el hombre aclare consigo mismo su propia actitud.



Hay muchas modalidades en las acciones decididas, y és­tas pueden variar desde el valor que se oculta en la manse­dumbre callada del que lleva el fardo de una pena inevitable, como puede ser el caso de una mutilación física o moral, hasta el heroísmo del soldado que se arroja sobre una grana­da tratando de evitar que estalle sobre sus compañeros. Pero en una forma u otra, a todos nos toca la necesidad de recu­rrir a este elemento indispensable para las numerosas cir­cunstancias del escenario humano, pues en el valor se encie­rra una gran fuerza constructiva que tiene la virtud de anular las corrientes negativas y destructoras que nos rodean. Re­quiere valor enfrentarse cada día a las incógnitas de la vida. Se necesita valor para controlar nuestras tendencias primiti­vas y enfocadas hacia los planos superiores, y para controlar los hábitos y los impulsos que nos degradan. En la lucha eterna que libramos entre la carne y el espíritu, necesitamos recurrir constantemente al valor para llevar la rienda con mano firme. El controlamos y el disciplinamos no significa reprimimos, sino todo lo contrario; la posibilidad de expre­samos dominando resueltamente las fuerzas destructivas que asoman -en nosotros mismos y en nuestros hermanos.



Tener carácter, que es otra forma de decir valor, es lo que se requiere para librar nuestras propias batallas mentales o espirituales. El que carece de valor siempre está buscando alguien a quien agobiar con sus problemas. Egoístamente, no le importa alterar la paz y el bienestar de los que por amor y paciencia se someten a escuchado, le es indiferente el robar la tranquilidad y el tiempo de quienes se presten a oír la interminable historia de sus tribulaciones y no se de­tiene a pensar que la Sabiduría Superior nos da a cada uno cargas que sobrellevar justamente para superarlas con nues­tro propio esfuerzo. Descargarlas en otros es un intento de rehuir la lucha. Todos aspiramos a la felicidad, pero ésta no se alcanza quejándose del rigor de la batalla ni suspirando por una vida libre de pruebas, pues semejante camino exen­to de obstáculos seria el de la decadencia, y el plan de la vida procura nuestro adelanto dándonos situaciones de lucha estimulante, para templar nuestro valor y vencer circunstan­cias que nos lleven al crecimiento y al progreso. La felicidad es una realidad perfectamente posible, pero no un regalo del Creador. Hay que ganársela luchando con denuedo para comprender y vencer los obstáculos que aparecen en nuestra ruta. Son pruebas que si las observamos con penetración ire­mos comprendiendo que están sabiamente estructuradas con una precisión inequívoca, exactamente a la medida que se necesita para oprimimos donde más necesitamos un desarro­llo. Es factible "que nuestras mismas deficiencias sean las que provoquen o formen la experiencia abrasiva que será justamente el tipo de experiencia que necesitamos para pulir el defecto existente.



Así es como la Inteligencia Superior ha establecido un método para que la lucha y el esfuerzo sean compensados con la fructificación del carácter. Cuando el alma reconoce que el Universo está gobernado por leyes in­mutables y que nada sucede por el azar o la casualidad, em­pieza a entender que cada obstáculo y cada problema que encontramos tiene un objeto, encierra una lección, y aunque ésta de momento no sea comprensible, nuestra fe en la sabi­duría del Creador nos lleva a aceptado de buen grado y de­saparece la rebeldía en el individuo que ha alcanzado tal grado de adelanto.



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